Citius altius fortius. Más rápido, más alto, más fuerte.
Esta frase del barón de Coubertain, impulsor de los primeros Juegos Olímpicos
modernos en 1896, fue lema olímpico en los Juegos de Munich de 1972. Sintetiza
en pocas palabras el espíritu de superación de cualquier atleta, y en mi caso y
seguro que en el de muchos, consigue revolvernos algo por dentro y querer salir
a entrenar más duro. Esa magnífica frase sin embargo no hace ninguna mención de
“más lejos”
Sin embargo, cuando hablamos con el vecino y nos pregunta
cuál ha sido nuestra última carrera, y le respondemos que ha sido un maratón,
nos mira maravillado. Le da igual saber si lo hemos hecho en dos horas y media, tres, o cinco, lo que le impresiona es la distancia. Intentando ser modesto y
quitarle importancia, le decimos que ya sabe que estamos un poco chalados, blablablá. Unos
meses más tarde, volvemos a hablar con el vecino, nos cuenta que su cuñado ha
hecho una prueba de 100 kilómetros por el monte. Llegando acalambrado y justo
en el tiempo límite. Levantando las cejas nos confía que el cuñado ha entrenado
muy poco realmente y ha llegado a meta más “por cabezón” que por piernas. Mayor motivo de
admiración si cabe. Extrañamente, nos sentimos un poco picados por haber sido
desbancados en el olimpo particular del portal.
El maratón tiene un halo de heroicidad que tenemos apuntalado
en la conciencia colectiva, y todo lo que le supere en distancia debe ser
infinitamente más duro y requiere de superhombres o supermujeres para conquistarlo,
¿verdad? No podría estar más en desacuerdo. En mi caso particular, y lo sospecho en el de muchos otros maratonianos que conozco, el misticismo del maratón está
reforzado porque en realidad en distancias inferiores somos corredores del
montón. Y vamos a ser sinceros, no nos gusta tanto salir a entrenar a diario o
casi a diario para hacer algo en lo que no vamos a destacar. Pero en el caso
del maratón, ya solamente con llegar a meta, alcanzamos un reconocimiento en
nuestro entorno que no recibiríamos aunque en la carrera de 10 kilómetros de
nuestra ciudad entrásemos dentro del primer 5% de atletas. Si lo hacemos en el
maratón de Nueva York en vez de en un maratón regional de 300 participantes, ya
te consideran un corredor serio. Y qué decir de un “finisher” en una ultra,
sólo con acabar tu entorno te hace sentir casi un profesional. O sin el casi. Da exactamente
igual que en los últimos kilómetros te relajes y vayas haciendo fotos tardando
dos horas arriba o abajo, realmente nadie va a entrar a valorarlo. No es mi intención desmerecer a nadie, pero conozco muy
pocos corredores de ultradistancia que podrían brillar o hayan
brillado en distancias cortas.
Lo que se llama ahora el “running” popular poco tiene que
ver con el lema del barón Pierre de Coubertain. El objetivo ya no es poder tomar parte en la competición buscando la excelencia en el día a día, sino “disfrutar” y “participar”, que dicho así
suena genial y muy sano, aunque no creo que sea particularmente sano ni disfrutón participar en un maratón. Menos aún para personas que acaban de salir del sedentarismo más absoluto. En fin, todos tenemos nuestra razón para
correr. La mía desde luego no es pagar 100 euros a una empresa para incrustarme
en medio de una multitud para trotar cinco o seis horas. Me gusta correr, me
gusta competir, y me gusta ponerme a prueba. Más rápido, más alto, más fuerte. Con un objetivo en mente para exprimirme a gusto todos los días de la semana. Llegará
el día en el que tenga que replanteármelo por edad y salud, pero hasta
entonces, bueno, que me quiten lo bailao.
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